EXPERIENCIA EN JAPON

PROGRAMA DE INVITACIÓN PARA EL ESTUDIO DEL IDIOMA JAPONÉS: RAMIRO HIDALGO

 

Como funcionario del Servicio Exterior de la República Argentina, es para mi un gran honor el haber sido invitado por el Gobierno del Japón para participar del Programa de Estudio del Idioma Japonés para Funcionarios Públicos y Diplomáticos, el cual se lleva a cabo anualmente en la Japan Foundation Language Institute, Kansai (prefectura de Osaka). El Programa, en esta oportunidad integrado por 39 funcionarios provenientes de 33 países, tiene como principal objetivo, además de la enseñanza del idioma japonés, el estudio de la historia, cultura y tradiciones niponas.

 

Sin duda, el sistema de enseñanza de la Japan Foundation está estructurado a la perfección. Como resultado de una minuciosa planificación de todos los cursos (gramática, conversación, lectura, escritura, etc.) y de las numerosas actividades complementarias (viajes, visitas, seminarios, eventos culturales, etc.), el programa posibilita que el becario extranjero, aun sin conocimiento previo del idioma, adquiera rápidamente las herramientas básicas como para poder desenvolverse en su vida cotidiana y, hacia final del curso, apunta a que pueda desenvolverse en un ámbito profesional.

 

Desde el momento que puse pie en el Aeropuerto Internacional de Kansai, imponente obra arquitectónica montada sobre una isla artificial en plena Bahía de Osaka, mi asombro por Japón no para de crecer. Motivos no faltan. Puntualidad, limpieza, laboriosidad, organización, respeto, orden y un absoluto apego por las reglas y el protocolo son apenas las primeras cualidades que se evidencian. Asimismo, al ir familiarizándome con su gente y su historia, comencé a descubrir algunas –y solo algunas– de las características más profundas que hacen al pueblo nipón.

 

Tras un par de días que sirven a uno para instalarse, conocer el programa de estudios y familiarizarse con el simpático y cómodo barrio suburbano en que se encuentra el Instituto (que también hace de hogar), se comienza con las clases de japonés “de supervivencia”, cuyo fin es preparar a los participantes para que, en un plazo de apenas 7 días, puedan viajar a Kyoto y a Tokio con el vocabulario suficiente como para poder volver por su cuenta (tarea bastante menos sencilla de lo que parece).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Kyoto inmediatamente sorprende al viajero por la sublime belleza que irradian sus templos y palacios. El Templo Rokuonji (Kinkaku o Templo Dorado), cubierto por hojas de oro sobre laca japonesa, combina estilos arquitectónicos propios de un palacio, una casa samurai y un templo Zen. Rodeado por exquisitos jardines y un magnífico lago salpicado por islas de pequeños árboles, el Templo Rokuonji se erige como una cumbre dorada entre un mar de serena elegancia. El Jardín de Piedras del Templo Ryoanji también merece algunas líneas. Este pequeño rectángulo de 25 metros de largo y 10 de ancho, que contiene en su interior 15 piedras de distintos tamaños sobre una base de granito blanco, es considerada como una de las obras maestras de la cultura Zen. Su sencillez y misticismo inexorablemente invitan al observador a sumergirse en un estado de profunda reflexión y gracia. Para los visitantes más inquietos, el “jardín” los invita a encontrar el único punto desde donde pueden observarse las 15 piedras simultáneamente. A pocos pasos de este enigmático jardín encontramos el “Tsukubai”, un recipiente de piedra que, además de servir para la ceremonia del té, contiene una curiosa inscripción que reza “únicamente aprendo a estar satisfecho”. La frase, según se dice, afirma que la riqueza espiritual siempre supera la riqueza material; concepto fundamental para la filosofía Zen.

 

En sintonía con estas creencias es que también hallamos en Japón numerosas ceremonias en torno a la contemplación de la luna. Una de ellas, magistralmente descripta por Yukio Mishima en “Nieve de Primavera”, es el Otachimachi. Según el relato, dos adolescentes vestidos según marca la tradición permanecen sobre el césped cubierto de rocío, sosteniendo en las manos “...una gran vasija de madera de ciprés, con agua, para recoger en ella la luz de la luna”. Este ritual, lleno de poesía y belleza, como casi todos los convencionalismos estéticos nipones, esta cargado de simbolismos. Contemplar la imagen de la luna en lugar de la luna misma pretende representar la unidad entre el mundo real y el imaginario. Similar concepto explica la preferencia que pueda generar un bonsái por sobre un árbol de tamaño natural. Pero no todo en el Japón tradicional es filosofía Zen, arreglos florales Ikebana, jardines miniatura o festivales del cerezo y del crisantemo.

 

La sublevación de la “Liga del Viento Divino” es un episodio bélico que Mishima –nuevamente– rescata por estar impregnado de romanticismo, justamente por la consciente inutilidad práctica de la heroica acción llevada a cabo. En el año 1876, un grupo de samurai de Kumamoto deciden asaltar un cuartel militar que respondía plenamente al gobierno del Emperador Meiji, el cual estaba dispuesto a acabar definitivamente con la casta samurai. Uno de los ancianos samurai, al apremiar la adquisición de armas de fuego, con el fin de poder combatir al enemigo en igualdad de condiciones, se enfrenta inmediatamente con la oposición en bloque del resto del grupo. “¿Cómo pretendes que usemos las armas de los bárbaros? Iremos al combate con espadas, lanzas y alabardas. Nada más. No importa la Victoria sino la pureza de la acción”. La mayoría murió en combate, y los sobrevivientes reunieron sus últimas fuerzas para hacerse seppuku (hara-kiri). “En nuestros corazones”, escribe Mishima, “tantos siglos templados en el código del samurai, ha brotado una extraña paradoja: sin etiqueta no tenemos moral”. De ahí que una de las mayores vergüenzas para un japonés es, justamente, la quiebra involuntaria de una norma de etiqueta, cortesía o urbanidad. En la Tierra del Sol Naciente, aún en nuestros días, se puede observar la importancia que se le otorga a la preservación del honor y del decoro, pues para el japonés “cada cosa tiene que estar en su sitio”, tanto en su vida profesional como en su vida social y personal.

 

Tras este primer contacto con el Japón tradicional, en cuestión de horas me encontraba viajando a más de 200 km/h a bordo del famoso Shinkansen (Tren Bala), con destino a la moderna y cosmopolita ciudad de Tokio. El solo hecho de transitar por la estación donde arriba el Shinkansen permite hacerse una idea de la intensa dinámica que caracteriza esta inmensa y densamente poblada capital. En Tokio –además de asistir al cocktail de bienvenida ofrecido por el Gaimushoo (Ministerio de Relaciones Exteriores), donde tuve el honor de pronunciar el discurso de agradecimiento en nombre de todos mis colegas– tuve oportunidad de pasear por el tradicional barrio de Asakusa, el moderno y pintoresco barrio de Roppongi, el agitado barrio de Shinjuku y apreciar, desde los jardines circundantes, el majestuoso Palacio Imperial.

 

Ante este choque de sensaciones, la pregunta que naturalmente se formula cualquier visitante extranjero es si resulta posible conciliar tradiciones tan arraigadas con costumbres foráneas cada vez más globalizadas. En mi humilde opinión, la respuesta ha de ser afirmativa. Por diferentes circunstancias históricas y características propias de la nación nipona, los japoneses pudieron combinar con notable armonía sus propias tradiciones con aquellas que les eran ajenas. Prueba de ello es, en mi opinión, su sistema de escritura tripartito, donde utilizan el Kanji (ideogramas de origen chino) para expresar los conceptos, el Hiragana para expresar la relación entre los distintos Kanji o generarles alguna variación, y el Katakana para escribir palabras de origen extranjero. Otro ejemplo puede encontrarse en el sincretismo de sus tradiciones religiosas, al practicarse simultáneamente el Shintoismo (religión tradicional del Japón), el Budismo, y hasta el Cristianismo si consideramos la creciente tendencia a celebrar matrimonios según las costumbres cristianas (o más bien, la estética cristiana).

 

Y he aquí otra de las invalorables experiencias que ofrece el programa de estudios de la Japan Foundation: la oportunidad de entablar profundos lazos con colegas de diferentes países, culturas y creencias (en especial, muchos tenemos la oportunidad de tender puentes con aquellos países en los que no contamos con una representación diplomática).

No cabe duda que en el mundo contemporáneo el proceso de globalización (que lejos de ser un fenómeno nuevo, es un proceso que viene arrestándose desde los primeros viajes de Marco Polo o el descubrimiento de América) se viene profundizado con gran intensidad gracias a las nuevas tecnologías de la información. En este escenario, la comunicación internacional efectiva –muchas veces ejercida en tiempo real– ha cobrado una nueva significancia; a tal punto que incluso trasciende su importancia como elemento constructor de comprensión, respeto mutuo y tolerancia entre las naciones.

 

En este contexto, el aprendizaje del idioma hablado por la segunda economía del mundo (además de dar origen a las obras maestras de Kawabata, Kenzaburo, Mishima o Kurosawa), resulta una herramienta fundamental para estrechar nuestra ya excelente relación bilateral, profundizar nuestros lazos económicos y comerciales y, fundamentalmente, generar verdaderos espacios de cooperación multilateral ante los complejos desafíos que nos depara el nuevo milenio.

 

Nota: Este artículo fue escrito a título estrictamente personal. Las opiniones aquí incluídas pertenecen exclusivamente al autor y de ningún modo pretenden reflejar opiniones oficiales del gobierno argentino.